Armando Zerolo | 25 de mayo de 2021
Si queremos conocer una casa, debemos asomarnos a la puerta de su nevera, es la piel del hogar, la que soporta las arrugas y sostiene la memoria de lo cotidiano.
La puerta de la nevera es la portada de un periódico, el BOE, una pared en el Prado, un marco de plata y la última hoja del calendario. Es la piel del cuerpo, el vestido de fiesta a las cinco de la mañana y el mono azul de trabajo.
No es una puerta cualquiera. En unas puertas se clavan tesis, en otras está el paraíso, y otras custodian purezas virginales. Hay puertas que se abren, que giran o que se cierran. Pero solo hay una puerta que no esconde nada, porque es más interesante lo que muestra que lo que guarda. En la puerta de la nevera ponemos lo mejor y lo urgente, y nada que no sea relevante encuentra ahí su lugar, porque hasta lo más nimio o trivial adquiere la dignidad de lo auténtico.
Cuando uno niño trae a casa un dibujo por el día de la madre con el nombre escrito de derecha a izquierda, una cabeza enorme con patas como filamentos, más parecida a los monstruos de La guerra de los mundos que a un ser humano, y unos colores que desbordan las líneas, no hay sala del Museo del Prado con la suficiente dignidad como para ver colgada semejante obra de arte. Las paredes del salón o del dormitorio principal no son suficientes. No, el único lugar del mundo del que puede colgar el retrato de una madre es la puerta de la nevera. Es el espacio privilegiado, el más excelso, el más importante.
Fotos, menús, imanes, recordatorios y dibujos empapelan ese mueble de metal que hace ruido, que no es especialmente bonito, ni está en un lugar vistoso. Todos intervienen en él, y nadie sabe muy bien cómo. Es un espacio realmente democrático y, a la vez, sagrado. Todo el mundo mete mano, toca, quita y pone, pero se respeta.
Si la nevera se inventó para conservar lo más perecedero, ¿por qué de su puerta cuelga la memoria viva de los habitantes de la casa? Parece que lo efímero del contenido es inversamente proporcional a lo duradero del continente. Cuanto menos duran las lechugas, mayor vocación de permanencia tiene esa foto que alguien colgó con un imán.
Lo que ponemos en la nevera tiene el valor de lo cotidiano, como las huellas en el camino o las arrugas en la piel. Son hechos livianos, hechos que pueden sujetarse con un imán porque son ligeros. Los libros no penden de la nevera, como tampoco lo hacen las grandes historias. De la nevera cuelga lo que comerán los niños este mes, el teléfono del electricista que ya no hace falta, una foto pintarrajeada por algún travieso, unos imanes de Croacia, Acapulco y Cádiz que alguien compró en el aeropuerto o en un puesto playero, un dibujo fantástico y algunos imanes desemparejados.
Cuelgan como cuelga lo cotidiano en nuestras vidas, con la fragilidad de la memoria y la volatilidad del movimiento. Los imanes resbalan con su peso a cada portazo. Algunos se caen y se separan del barquito pesquero o del faro, se parte la cabeza del mariachi o se rompe la cola del lagarto. Queda el imán y algo amorfo adherido a él. Los papeles se deslizan hacia abajo como un rollo de papel higiénico. Ese metro cuadrado de metal es como un blog en el que se escribe una vida que corre, es la piel sobre la que resbala la vida y la piedra sobre la que se escribe la historia.
Nada permanece mucho tiempo ahí y, sin embargo, los parches aparentemente inconexos de una vida cotidiana cuentan un relato familiar. Dicen que, si dentro de miles de años alguien quisiese conocer nuestra cultura, no debería acudir ni a las bibliotecas ni a las hemerotecas, que le bastaría con echar un vistazo al Código Civil, que es la piel de nuestra polis. Si queremos conocer a una persona no indagamos su esqueleto, miramos su piel, y los pliegues de las arrugas, porque una vida sin fallas tiene tan poca gracia como una nevera nueva. Lo mismo podemos decir de una casa: si queremos conocerla debemos asomarnos a la puerta de su nevera, es la piel del hogar, la que soporta las arrugas y sostiene la memoria de lo cotidiano. Los recuerdos deben pender de un pequeño imán y deslizar sobre la superficie metálica para enseñarnos que la vida no se conserva ni bajo llave, ni a poca temperatura, sino a la vista y expuesta a los avatares del día a día.
De la puerta se nos van cayendo las mascarillas, la vida asíncrona y las tutorías online, y empezamos a pegar recibos, folletos de vacaciones y facturas. Seguimos la actualidad con la actitud bronca de cada día, el virus deja paso a la crisis, y continuamos pensando que en cada cita y en cada ocurrencia se nos va la vida.
La nevera me ha enseñado a leer el presente, a manejar Twitter, entender los resúmenes de prensa y la agenda que ordena nuestros días. Al poner juntas las notas urgentes, los hechos inmediatos y las anécdotas simpáticas, me ofrece una visión de conjunto que refleja una vida preñada de un significado que tiende a escurrirse.
«La pandemia ha sido una oportunidad para estrechar la relación con la familia y reflexionar sobre lo fugaces que podemos llegar a ser todos», afirma el psicopedagogo y mediador Fernando Arranz.
No entiendo que los jóvenes añoren la vida de sus padres, una vida que nunca pareció especialmente atractiva y que se simplificó en un aburguesamiento ochentero: una casa, un coche, una tele y dos hijos.